La educación como un acto de esperanza en el otro, en su posibilidad de ser y aprender, se constituye en un acto de confianza, que surge del maestro al alumno y viceversa.
La fe en la capacidad del alumno motiva la acción diaria, la búsqueda de estrategias por parte del maestro, provocando el deseo de empezar de nuevo una y otra vez. De no ser así, no tendría sentido la misión formativa, se vendría abajo desde el primer momento. Si el maestro viera en el alumno solo fracaso ¿Qué sentido tendrían sus esfuerzos?.
Igualmente requiere el alumno confiar en el maestro, reconocer su saber y experiencia, como un voto de seguridad respecto a su progreso, a su aprendizaje.
Por esto el acto educativo como un acto de amor, debe acercar dos deseos, dos votos de confianza, dos esperanzas que se hacen una. Aunque no siempre es así, se rompe a veces el lazo que une esta dualidad y entonces es difícil avanzar positivamente.
El afán del maestro por no defraudar al alumno, se espera compensado por el de este, por dar lo mejor de sí y de la misma forma la disposición del alumno aguarda la entrega del maestro. Es un compromiso dual, cada uno ha de hacer lo que le corresponde, respetar al otro y establecer una relación dialógica que permita poner sobre la mesa los pro y los contra, los avances y los retrocesos.
Se ve de esta forma, el acto educativo como un encuentro humano, una construcción, un camino colectivo para un logro individual en el alumno. Un caminar juntos hacia una misma dirección, conservando cada uno su identidad, su particularidad. Uno y otro, alumno y maestro aporta saber, historia, personalidad, expectativa, capacidades, limitaciones, preferencias, intereses y necesidades; se animan, se retan, se confrontan, es parte del proceso, en palabras de Freire (1997)[1] se establece una práctica estrictamente humana, pues la educación jamás puede entenderse como una experiencia fría, sin alma, en la cual los sentimientos, las emociones, los deseos los sueños debieran ser reprimidos.
Por ende, el maestro, llamado a ser guía del trayecto, ha de conocerse y conocer a su alumno en fortalezas y debilidades, dominar el saber disciplinar y la acción didáctica, la aplicación de la sicología y el direccionamiento pedagógico del proceso en bien de los propósitos planteados para la acción educativa, ha de gestionar la esperanza que combinan discente y docente para que la meta educativa se materialice con éxito. Ha de mantener el espacio para cada uno y propiciar condiciones para el desarrollo del papel de ambos.
En la cotidianidad del aula, se pone a prueba este acuerdo invisible de confianza en el otro, este convenio tácito de buscar juntos un objetivo posible traducido en aprendizaje, la vivencia de un pacto de esperanza que se constituye en motor y que Freire (1997)[2] señala como exigencia para la práctica educativa: “La esperanza de que profesor y alumno podemos juntos aprender, enseñar, inquietarnos, producir y juntos resistir los obstáculos. La esperanza forma parte de la naturaleza humana”
¿Estamos haciendo vida este compromiso, en nuestra práctica docente?
Nora Liliana Vàsquez Pèrez
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